sábado, 10 de agosto de 2013

De lo que hablo cuando hablo de indie



No soy indie.
—Yo, en mi último artículo

Chale, qué es eso de “yo no soy indie.” -_- (sic.)
—Alguien, sobre mi último artículo

En ocasiones olvido que las palabras pueden unir o dividir a las personas. Uno pensaría que al leer tanto libro y tener tanta práctica argumentando en forma de ensayo uno tendría una ventaja al momento de discutir en el mundo real, pero no, para nada. De hecho, encuentro que te da una cierta desventaja. Al interactuar de un modo tan vigoroso con las maquinaciones de tu propio cerebro te haces de un lenguaje muy detallado, muy preciso y muy lógico… pero sólo para ti. Uno se acostumbra a enamorarse de su voz y del curso natural de los pensamientos propios, y olvida que en realidad no hay modo de hacer a otra persona entender lo que una palabra significa para ti. A menos que te tomes el tiempo de explicarlo, claro, y aun entonces uno puede tener fallas.

‘Indie’ no es una palabra muy común que digamos. Para empezar, hace 20 años apenas y era una palabra: es una de esas cosas que se integran al imaginario colectivo después de un periodo muy corto, y cuya definición es tan difusa que de pronto de desparrama. Así es como ‘indie’ ha dejado de ser un término únicamente aplicable a la música o el arte producidos de manera independiente (¿y qué es eso?) y ha empezado a significar otras cosas. Cosas que contradicen el significado original de la palabra, además. Ahora ‘indie’ no es sólo un prefijo que puesto frente a ‘rock’ quiere decir que la banda en cuestión no se ha vendido; es toda una forma de ser. La camisa a cuadros o la blusita vaporosa, dependiendo del sexo; las ensaladas de ingredientes impronunciables; el rechazo instintivo a lo que “todos conocen”; los zapatos de tela despintada que cuestan $600; el carrusel de cultura consumible que se olvida en dos semanas y es reemplazada. Todos conocemos gente así, o al menos notamos su presencia en medios de comunicación; medios que, por supuesto, son a su vez descritos como ‘indie’, a pesar de que la revista Warp sea patrocinada por Telcel o la Indie Rocks! tenga promociones en colaboración con Nike o HP. Lo indie se ha vuelto más un concepto etéreo que una realidad; la independencia que creó la palabra se está difuminando.

Ni siquiera dentro de la música misma está uno seguro de qué meter en el costal. Our Love to Admire, el disco más popular de Interpol fue lanzado por Capitol Records, disquera transnacional, y Fiona Apple está firmada a una filial de Sony. Ambos artistas cuentan con gran credibilidad dentro de círculos indie, a pesar de no ser tal cosa en el sentido primario de la palabra. Se podría alegar entonces que lo indie no conlleva necesariamente una independencia económica, sino puramente artística. ¿Pero no sería esto hacer excusas para un movimiento social que ha perdido rumbo? ¿Acaso a finales de los 80s hubiera sido posible ver a Fugazi o a Black Flag firmar con EMI y declarar que no importaba, porque al fin y al cabo les dejaban hacer casi la misma música? Algunos dirán que este par de bandas tenían ideas muy cercanas al punk, que las llevaban a despreciar la industria musical de un modo recalcitrante que no se puede esperar de todo mundo. Pero me parece recordar que hace unos años había —si bien no una militancia anticapitalismo extrema— un cierto orgullo, un espíritu Do It Yourself asociado con la palabra indie. No, nunca fue tan virulento como el del punk, pero sí abogaba por el enfoque alternativo hacia el consumo cultural. Tampoco creo que las figuras del indie actual hayan dicho conscientemente “me vale”, y hayan renunciado a todos sus principios éticos. Lo que creo es que el enemigo se infiltró en las entrañas del movimiento sin que casi nadie se diera cuenta, y lo enamoró con una serie de alternativas falsas. Se dejó la rebeldía para convertirse en un modo refinado de conformismo:

La identidad indie está basada en la idea de ser independiente del mainstream. Con este fin, la gente indie compra ropa, CD’s, muebles, libros, comida y boletos de conciertos/películas que no son populares con las masas. En vez de ir a Chili’s, frecuentan su restaurante Thai local; en vez de ir a Wal-Mart, van al mercado orgánico; en vez de comprar el nuevo disco de Coldplay, compran un disco de Blood Red Shoes; en vez de ir de compras a Gap, visten American Apparel; en vez de adquirir una Dell, prefieren Apple (claro que son una compañía grande, pero son taaan cool). ¿Pero cuál es el común denominador entre todas estas cosas? Gastar dinero. Consumo. La gente indie expresa su independencia del mainstream hacienda la cosa más mainstream que existe: basar su identidad en las cosas que consumen. (“Why Being Indie is a Bunch of Bunk,” artofmanliness.com)

¿No sería mucho más independiente manchar nuestros propios tenis y playeras, en vez de darle $500 a Vans por ello? Y del lado artístico: ¿acaso no sería mejor escuchar música de todos los géneros y épocas sin prejuicios antes que encumbrar como ídolos a banditas con menos de veinte canciones (con sus excepciones)? Esas son cosas que muy poca gente parece estar haciendo en estos momentos. No hay suficiente gente que simplemente disfrute la música que ésta y otras corrientes sociales producen sin tener que por ello incluirse dentro de una estética personal. Yo solía pensar que lo indie trataba de crearse una estética, pero no, el nuevo indie más bien trata de incluirse en una preestablecida: todo parece ser tan fácil como adoptar un peinado, colgarte un búho pseudo-vintage del cuello, ponerte los lentes más amorfos que encuentres, decir que vas a la cineteca, etc. En el afán de separarse lo más posible del odiado mainstream, la cultura alternativa se ha convertido en una caricatura de sí misma, en una parodia tragicómica en la que miles y miles de personas acumulan excentricidades huecas como si fueran trofeos, escuchan montañas de discos irrelevantes sin tan siquiera oírlos de verdad, compran objetos que parecen reafirmar su individualidad con un estrépito acuciante (MÍRAME, SOY DISTINTO/A), todo esto sin darse cuenta que sólo diluyen su identidad propia en una ciénaga de personas idénticas, que persiguen una meta estética completamente igual a la de ellos mismos, cegados por el resplandor de sus revistas y sus festivales y sus interminables frappuccinos.

Volviendo a los medios, la revista R&R no es santo de mi devoción, pero creo que tienen un buen punto en un artículo perdido de hace unos años:

La sobreinformación y el recibir la música de forma gratuita y sin un esfuerzo previo nos está convirtiendo en individuos abúlicos —véase huevones—, y eso nos está haciendo perder la oportunidad de revolucionar, crear e innovar. Por supuesto que cosas importantes están sucediendo hoy en día, que hay músicos y bandas con potencial y dignas de escucharse. Lamentablemente, nuestra apatía nos hace presas fáciles que se tragan la información procesada y preseleccionada… (Brisa A.L.S, “La dictadura de lo alternativo”, R&R #88)

Estoy de acuerdo con el punto principal: que la inmediatez del movimiento cultural y artístico está eliminando muchos de los pilares del antiguo underground, como el esfuerzo por conseguir un disco o el manejar a otro estado para ver un concierto. Es cierto que preferimos Mediafire o Youtube, respectivamente. Sin embargo, creo que la elección de palabras de la autora es un poco fatalista. ¿Es en realidad esta cultura acelerada algo que “nos hace” ser a fuerza apáticos, y es esa apatía algo que “nos hace” presas fáciles? Lo es si uno no tiene pensamiento crítico, sin duda, ¿pero no habrá forma de usar los adelantos comunicativos y tecnológicos para luchar la misma lucha de ese viejo y romántico underground? Quizá no podamos recuperar la noción de tener que ahorrar para escuchar un disco o de tener que ir a ver a la banda en vivo para poder conseguir una de sus grabaciones, pero sí podemos desenterrar tesoros perdidos, comparar innumerables géneros, hasta pelear unos con otros sobre el mérito estético de X o Y disco, en fin, formar un criterio artístico que no obedezca al de los medios principales. ¿O cuál es el caso de ser indie si siempre se obedece a alguien, llámese Pitchfork, Marvin o Reactor? ¿No es eso una renuncia a todo tipo de rebelión? ¿No es eso lo mismo que ser mainstream, pero con ídolos distintos? Recuerdo escuchar en Reactor burlas hacia Alfa 91.3 por poner la misma canción 8 veces en un día, mientras ellos mismos llegaron a poner “Impacto” de Enjambre al menos 6 veces en alguna ocasión. En muchas instancias los medios y la estética indie se distinguen de los mainstream sólo en los nombres y en las caras —no hay una verdadera diferencia de fondo. Y eso ha tendido a expandirse hacia las actitudes de las personas que gustan del arte indie, cosa que no tiene razón de ser. Los medios de comunicación deben ser eso, medios, vehículos que transmiten información (en este caso de alguna banda) para que cada quién la juzgue con su propio criterio. No deben ser tomados como definitivos, sino como entes cuestionables. Ellos ponen las cartas sobre la mesa, pero nosotros jugamos con ellas.

A eso me refiero cuando digo “no soy indie”. No hago menos a la cultura que ha sido producida bajo esa bandera, pero me niego a consumirla como símbolo de identidad. Consumo cada cosa aisladamente —un disco cuyas influencias me parecen interesantes, otro que me parece sin dirección; una película comercial quizá muy divertida, y una de arte fracasada, o viceversa. Sin atarme a nada como parte de mi ADN, sin hacer retweets para ir a conciertos de banditas derivativas y efímeras, sin alabar a Vampire Weekend o von Trier o Damien Hirst sólo porque alguien, en algún blog o pasquín, dijo que eso era lo in. Si ya son así, los felicito; y si no, inténtenlo. Por lo menos les garantizo que gastarán un 800% menos en tenis y playeras y café.

Listo, que no se diga que dejo las inquietudes del público sin responder.

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