miércoles, 9 de noviembre de 2016

Donald Trump se muda a la Casa Blanca… y los liberales tienen la culpa

Por Thomas Frank

Hace un mes traté de escribir una columna donde proponía apodos mordaces para el ahora presidente electo Donald Trump, basándome en que sería gracioso voltearle la tortilla por todos los crueles diminutivos que ha usado para referirse a otros.

No logre escribirla. Hay una oscuridad en Trump que neutraliza esa clase de humor: una insensatez tan desconcertante, una incompetencia tan profunda que ningún insulto puede sondear sus cavernas.

Ha encabezado una de las peores campañas presidenciales de la historia. Al decir esto no me refiero a sus tan criticadas prácticas de negocios o sus comentarios vulgares acerca de las mujeres. Estoy hablando en un sentido puramente técnico: este hombre fracturó a su propio partido. Su convención fue un fiasco. No tuvo tácticas de campaña a nivel de calle. La lista de celebridades, analistas y representantes que se pusieron de su lado durante la campaña fue extremadamente corta. Ofendió sin necesidad a innumerables grupos de personas: las mujeres, los hispanos, los musulmanes, los discapacitados, las madres de bebés que lloran, la familia Bush y los conservadores estilo George Will, entre otros. Por Dios, hasta perdió el apoyo de Glenn Beck.[1]

Ahora va a ser presidente de EE.UU. La mujer quien, se nos aseguró constantemente, era la candidata presidencial mejor preparada de todos los tiempos ha perdido contra el candidato menos preparado de todos los tiempos. Todas las personas de renombre ofrecieron respaldo a Clinton y no sirvió de nada. El hombre que es demasiado incompetente como para siquiera ser insultado se va a sentar en la Oficina Oval, donde pronunciará sus veredictos de certamen de belleza ante los Grandes y los sabios del viejo orden.

Tal vez la victoria de Trump tenga un lado bueno. Después de todo, si decenas de millones de buenas personas votaron por él ayer, habrá sido por algo, y quizá justifique la gran estima que le tienen. Ha jurado “limpiar el drenaje” de la corrupción en Washington D.C., y puede ser que se avoque sinceramente a esa tarea. Ha prometido renegociar el TLCAN y tal vez eso también suceda a fin de cuentas. Pudiera ser que nos traiga tantas victorias que (como alguna vez predijo en un discurso de campaña) nos cansemos de ganar.

Pero no nos engañemos. No vamos a ganar nada. Lo que ocurrió este martes es un desastre, tanto para el liberalismo como para el mundo. Tan pronto como veamos al presidente Trump arreglar cuentas con sus antiguos rivales, buscar pleito con otros países y desplegar su fuerza policiaca para deportaciones en contra de este grupo o aquél, tendremos razones para arrepentirnos de su ascensión al trono presidencial.

En lo que debemos concentrarnos ahora es en la pregunta obvia: ¿qué demonios salió mal? ¿Qué clase de ignorancia guió a nuestros líderes demócratas a la derrota en la que sería la elección más importante de nuestras vidas, según ellos mismos dijeron?

Empecemos por el principio. ¿Por qué, ¡ay!, por qué tuvo que ser Hillary Clinton? Sí, tiene un currículum impresionante; sí, ha trabajado muy duro durante la campaña. Pero era precisamente la candidata equivocada para este momento populista y enfurecido. Era una agente del sistema cuando el país pedía a gritos un rebelde independiente. Era una tecnócrata ofreciendo pequeños ajustes cuando el país quería darle un martillazo a la máquina.

Clinton fue la candidata de su partido porque era su turno y porque una victoria suya habría subido un peldaño en la línea de sucesión a cada demócrata en Washington. La certeza de que Hillary fuera capaz de dicha victoria siempre fue un asunto secundario, algo que se tomó por descontado. Si la mayor preocupación del partido hubiese sido ganar, tenían mejores candidatos a su disposición. Estaba el vicepresidente Joe Biden, con su poderoso y llano estilo retórico, y estaba Bernie Sanders, una figura inspiradora y casi limpia en cuanto a escándalos. Es probable que cualquiera de ellos hubiera derrotado a Trump, pero ninguno de ellos habría sido útil para los intereses internos del partido.

Y así, los líderes demócratas nominaron a Hillary a la candidatura a pesar de que sabían sobre sus lazos con el sector bancario, su gusto por la guerra y su particular vulnerabilidad en cuanto a temas de comercio —tres debilidades que Trump explotó al máximo—. Escogieron a Hillary a pesar de estar al tanto de su servidor de e-mail privado. La escogieron a pesar de que algunos de quienes investigaron a la Fundación Clinton encontraron negocios sospechosos.

Tratar de enarbolar a una candidata como ella y gritar al mismo tiempo que el candidato republicano es un monstruo derechista era retar al destino. Si Trump es un fascista, como los liberales dijeron tantas veces, entonces los demócratas debieron jugar su carta más fuerte para detenerlo, no a una sirviente del partido que fue elegida porque era su turno. Nominar a Hillary indicó que los demócratas, o no creían del todo en su propio discurso acerca de lo riesgoso que era Trump, o dieron más importancia a su oportunismo que al bienestar del país. Tal vez las dos cosas.

Los partidarios de Clinton en los medios de comunicación tampoco ayudaron mucho. Siempre me pareció extraño que una candidata tan impopular gozara de un respaldo tan robusto y unánime por parte de las páginas editoriales y de opinión en los periódicos, pero fue la pobre calidad del entusiasmo mediático la que terminó por lastimarla. Al repetir los mismos argumentos una y otra vez, dos o tres veces al día, sin rastro alguno de matices ni de opiniones divergentes, la prensa consiguió que leer un periódico comenzara a sentirse como sintonizar una estación propagandística durante la Guerra Fría. Su mensaje consistió de lo siguiente:

  • Hillary era virtualmente perfecta. Era una líder sin parangón, revestida de un blanco beatífico, una increíble abogada, una benefactora preocupada por las mujeres y los niños, así como una guerrera por la justicia social.
  • Sus escándalos eran mentiras.
  • La economía funcionaba muy bien / América ya era fenomenal. [2]
  • La clase trabajadora en realidad no estaba apoyando a Trump.
  • …Y si lo apoyaban sólo era por su condición de infrahumanos. El racismo era la única razón concebible para apoyar al candidato republicano.


¿Por qué falló la cruzada de los periodistas? El cuarto poder se congregó en un consenso profesional sin precedentes dentro del gremio. Eligieron insultar al bando contrario en vez de tratar de comprender sus motivaciones. Transformaron la escritura de opinión en un receptáculo para sus pomposas presunciones morales. Y luego perdieron. Tal vez sea el momento para reconsiderar si acaso hay algo en la santurronería estridente, gritada desde posiciones de alto estatus social, que le resulta odioso a la gente.

El problema más amplio es que hay una especie de conformismo crónico que ha estado pudriendo al liberalismo estadounidense durante años; un hybris que dicta a los demócratas que no necesitan hacer nada de manera distinta, que no necesitan rendir cuentas ante nadie —excepto ante sus amigos en el jet privado de Google y ante esa gente tan amable del banco Goldman Sachs—. Tratan al resto de nosotros como si no tuviéramos otro lugar a dónde ir y ningún otro rol que interpretar más que el de votante entusiasta, quien basa su opinión en la creencia de que los demócratas son “lo único que nos separa” del fin del mundo. Es un liberalismo para los ricos, ha defraudado a la clase media y ahora ha fracasado en términos de su propia viabilidad electoral. Ya basta de estos demócratas comodinos y de su acogedor sistema de Washington. Ya basta del clintonismo y de sus aires arrogantes de virtud de clase profesional. Ya basta.



—09 de noviembre de 2016

*Notas del Trad.*

[1] George Will (n. 1941) es un periodista y escritor de opinión conservador; recibió el Premio Pulitzer en 1977 y actualmente mantiene una columna en el Washington Post. Aquí pueden leer su escrito de hoy (bastante recomendable). Glenn Beck (n. 1964) es un comentarista y locutor de radio conocido por sus opiniones hiperbólicas y actitudes melodramáticas de extrema derecha. Si les interesa la relación entre la radio y el fenómeno del derechismo estadounidense moderno, los refiero al ensayo "Host" de David Foster Wallace.

[2] O sea, que el lema de campaña de Trump, "Make America Great Again", estaba basado en una premisa falsa.

sábado, 22 de octubre de 2016

Bob Dylan: la música viaja, la poesía se queda en casa

Por Tim Parks

Nadie ha sido un crítico más feroz del Premio Nobel de Literatura que yo. No tanto por las decisiones que toma, si bien algunas (Elfriede Jelinek, Dario Fo) han sido verdaderamente desconcertantes; más bien por la ridiculez de la idea de que un grupo de jueces suecos, siempre los mismos, de algún modo consigan comprender la literatura proveniente de toda una miríada de culturas y lenguajes distintos, o de que alguien, quien sea, pueda dictar con sensatez quiénes son los mejores escritores de nuestros tiempos. ¿Los mejores para quién? ¿Dónde? ¿Acaso todas las obras encajan con todo mundo? El Nobel de Literatura es un accidente de la historia, dependiente del vasto patrimonio que alimenta su bolsa de un millón de dólares. Más que cualquier otra cosa, lo que revela es el deseo colectivo —al menos en Occidente— de que haya ganadores y perdedores y, a nivel global, de que se construya una historia acerca de quiénes son los gigantes de nuestra era a pesar de la imposibilidad de llevarla a cabo de manera convincente.

En ocasiones, incluso he pensado que el premio ha tenido una influencia perversa. El mero pensamiento de que hay escritores quienes de verdad escriben con él en mente, que ajustan su trabajo y sus relaciones públicas en aras de ser honrados algún día con los laureles, es genuinamente perturbador. Y todos estamos conscientes, claro, de aquella triste figura del titán literario que se queda con las ganas en sus últimos años porque, sin importar los otros reconocimientos que haya recibido, la Academia Sueca nunca llamó a su puerta. Estarían mejor si el premio no existiera. En cuanto a los periodistas, uno podría decir que entre más se preocupan por el premio, menos se interesan por la literatura.

Una vez dicho esto, tengo que admitir que este año los jueces han hecho algo extraordinario. Es para quitarse el sombrero. Han soltado el gato en el palomar de una manera de lo más deliciosa. Primero, le han dado el premio a alguien que no lo estaba persiguiendo de ningún modo, lo cual en sí ya es una buena señal. Segundo, al provocar la reacción virulenta de los puristas quienes exigen que el Nobel sea para un novelista o  un poeta, así como los fans de hueso colorado quienes sienten que se menospreció a su héroe literario, han revelado la mezquindad y la obsesión con trazar fronteras que infestan el discurso literario. ¿Por qué esta gente no entiende? Sencillamente, el arte va más allá de un apego solemne a tal o cual forma. La decisión del jurado de celebrar una hazaña que también involucra la escritura es una bienvenida invitación a dejar atrás las trilladas rivalidades y simplemente disfrutar el reconocimiento de los imponentes logros de un hombre.

sábado, 18 de junio de 2016

No todo merece un ensayo #1

I – No todo merece un ensayo

Estoy atrapado entre la espada y la pared, y esto es así como mi vigésimo intento de escapar, de lograr ser claro y productivo como pienso, creo, me han dicho, que la gente exitosa debe ser. No soy una persona con muchos amigos cercanos, e incluso los que tengo quizá no me sientan a mí como cercano —suelo mantener mis emociones amuralladas lejos de la gente. Así las cosas, les diré a qué me refiero, porque aunque para mí esto es el pan de cada día, puede que sea algo que ustedes no conocen. Son dos cosas, como ya adivinarán por lo de la espada y la pared. La primera, tengo muchas ideas. La segunda, estoy eternamente bloqueado para llevarlas a cabo.

La razón, he concluido, es que soy excesivamente ambicioso y lacerante conmigo mismo. Nada de lo que hago cumple con mis propios estándares de dios olímpico. Y esto no es sano. Pero también, como corolario trágico, me resulta imposible tolerar la petulancia de cualquier tipo de psicólogo o terapeuta psíquico, así que voy a tratar de solucionar la cosa, al menos medianamente, por otros medios.

La idea de este proyectito es, como su nombre lo indica, la noción de que no todas las ideas tienen que ser desarrolladas hasta el hartazgo para ser valiosas. Se las puede achicar, comprimir en cápsulas, dejar una simple constancia de ellas y seguir adelante sin perder el sueño porque ya siente uno la fatiga de la investigación y la carga de bibliografía que se le viene encima con la escritura de un texto largo. Además, comprimir las ideas tiene la ventaja adicional de ser un mapa para el escritor olvidadizo: una vez puestas estas ideas sobre la mesa, aunque sea en forma primitiva, se puede regresar a ellas cuando uno quiera y expandirlas cuando el tiempo y la voluntad alcancen. A lo mejor, si hay suerte, hasta surja una especie de orden a partir del desbarajuste.

Van, entonces, cuatro cápsulas, cuatro esbozos…