sábado, 18 de junio de 2016

No todo merece un ensayo #1

I – No todo merece un ensayo

Estoy atrapado entre la espada y la pared, y esto es así como mi vigésimo intento de escapar, de lograr ser claro y productivo como pienso, creo, me han dicho, que la gente exitosa debe ser. No soy una persona con muchos amigos cercanos, e incluso los que tengo quizá no me sientan a mí como cercano —suelo mantener mis emociones amuralladas lejos de la gente. Así las cosas, les diré a qué me refiero, porque aunque para mí esto es el pan de cada día, puede que sea algo que ustedes no conocen. Son dos cosas, como ya adivinarán por lo de la espada y la pared. La primera, tengo muchas ideas. La segunda, estoy eternamente bloqueado para llevarlas a cabo.

La razón, he concluido, es que soy excesivamente ambicioso y lacerante conmigo mismo. Nada de lo que hago cumple con mis propios estándares de dios olímpico. Y esto no es sano. Pero también, como corolario trágico, me resulta imposible tolerar la petulancia de cualquier tipo de psicólogo o terapeuta psíquico, así que voy a tratar de solucionar la cosa, al menos medianamente, por otros medios.

La idea de este proyectito es, como su nombre lo indica, la noción de que no todas las ideas tienen que ser desarrolladas hasta el hartazgo para ser valiosas. Se las puede achicar, comprimir en cápsulas, dejar una simple constancia de ellas y seguir adelante sin perder el sueño porque ya siente uno la fatiga de la investigación y la carga de bibliografía que se le viene encima con la escritura de un texto largo. Además, comprimir las ideas tiene la ventaja adicional de ser un mapa para el escritor olvidadizo: una vez puestas estas ideas sobre la mesa, aunque sea en forma primitiva, se puede regresar a ellas cuando uno quiera y expandirlas cuando el tiempo y la voluntad alcancen. A lo mejor, si hay suerte, hasta surja una especie de orden a partir del desbarajuste.

Van, entonces, cuatro cápsulas, cuatro esbozos…



II- La atracción por la objetividad

No sé si es simplemente el impulso natural del hombre a creer en lo absoluto, esa atracción al infinito y a la totalidad encarnada que Borges supo leer tan bien, o si es más bien una reacción al relativismo ramplón de nuestros tiempos, donde todos y todo puede ser cualquier cosa para cualquier otra cosa, pero de un año para acá me atrae mucho la noción de una obra de arte total. Estoy consciente de que la idea no es del todo nueva, contándose Wagner entre los que han curtido sus manos con proyectos similares; la diferencia es que por obra de arte total yo no me refiero precisamente a una obra de arte intermedial, aunque ese sería quizá el derrotero más obvio por dónde buscarla si uno de verdad quisiera. Más bien veo a esta hipotética obra como eso: una utopía, una admitida quimera que serviría, más que como meta estética concreta, como tema y ejercicio de pensamiento. Uno la podría conjurar en cualquier lugar o texto, decir, por ejemplo, “¿Se imaginan una obra que fuera objetivamente perfecta? ¿Una obra cuyo poder nadie pudiera refutar ni resistir, y fuera tal que el deseo de hacerlo ni siquiera existiese? ¿Una obra que uniera al hombre en la unanimidad del aclamo y del amor hacia su forma, que sería la culminación lógica de toda tradición artística?” Y ese solo acto, el de nombrar y describir los efectos de la obra, ya hace que el receptor del mensaje la imagine en alguna medida, lo cual trae a la luz en nosotros, aunque sea un poco, los ideales estéticos que creemos indispensables para la humanidad, y que a veces son nublados de nuestro propio discernimiento por la necesidad moderna de respetar la opinión del otro. Una vez allí, revelados, uno puede poner sus ideales sobre la mesa y discutir.

Dos pensamientos periféricos a este respecto: 1) quizá fuese más fácil, dada la naturaleza humana, producir un trabajo artístico unánimemente odiado (aunque, por supuesto, la tragedia sería que nadie lograría reconocer su genio), y 2) qué bueno que esta obra hipotética, perfecta cuan es, sea imposible —qué vida tan turbia y aburrida llevarían los hombres tras confrontarse a ella. Ya no quedaría nada por hacer.


III – Chistes de escritores

Así como se estilaba de antaño que cada profesión tuviera su barrio, su taberna o su sindicato, hoy en día cada profesión tiene una página de memes. Más bien varias, porque del éxito nace la réplica. A través de ellas, cada ocupación se hace de un lugar de encuentro entre personas que no están dispuestas a salir de casa para conocer o conversar con alguien, un sitio donde la población comparte códigos semánticos, tiene enemigos y dioses comunes, y uno puede compartir anécdotas que le ven el lado humorístico a la labor, muchas veces pesada y alienante, del trabajo diario.

Pero, en verdad, ¿de qué sirve esa compañía interpersonal y satírica provista por una página de memes? Por supuesto, una gran parte del encanto es que burlarse en coro es delicioso, y en ocasiones es difícil encontrar gente, fuera del ambiente de trabajo, que le haga segunda a las ocurrencias de uno, condicionadas como están por el lenguaje y los hábitos profesionales que ha internalizado y hecho suyos. Si uno se integra demasiado a un ámbito laboral, llega un punto en que los chistes locales constituyen el 90% de los chistes que uno conoce, y una especialización de las orejas a las que uno le habla se hace necesaria. De ahí que los diseñadores siempre ridiculicen a sus clientes con mal gusto o que los ingenieros se burlen de los “simples mortales” que no entendemos sus ecuaciones: esta es gente harta de lidiar día a día con la estupidez del mundo en cuanto a su campo. Mas he notado un mecanismo específico en las páginas de memes de escritores o artistas creativos, y es la función de formar un blindaje emocional, de ejercer un bullying autoreflexivo que lleva el fin de endurecer la piel de la comunidad ante un sistema social hostil y filisteo.

Todos hemos visto los memes en cuestión: los que retratan al egresado de Letras y afines como un vagabundo, como un trabajador de McDonalds, como un taxista, etc. ¿Por qué una comunidad elegiría odiarse a sí misma de tal modo, sobre todo cuando es claro que el resto del entorno ya los odia también? ¿Por qué uno mismo, desde la palestra del creador de ese discurso especializado a través del cual la gente de mi profesión va a conectar entre sí, elegiría perpetuar el estereotipo del muerto de hambre que el sistema económico ha implantado sobre la labor creativa y humanística?

Cuando uno hace esta pregunta, las respuestas suelen ser bastante simples, casi antianalíticas. “Sólo es un meme”. “ntc :v”. “Hay que reírse de uno mismo”. De cierto modo tienen razón. El humor es indispensable. Pero a veces me pregunto si nos estamos riendo del estereotipo como acción subversiva (en cuyo caso me pregunto, ¿qué tan subversiva es? ¿A qué, o a quién, subvierte?) o si simplemente estamos uniendo nuestras voces al coro de risas ajenas, fomentadas por el estereotipo, con la vana esperanza de que así nos duela menos su presencia. Me pregunto si reír de nosotros mismos, como humanistas, es un acto de resistencia, de revolución, o sólo un modo sutil de aceptar nuestra derrota.


IV – El retorno del lector crítico

En la literatura pastoral se habla del mecanismo de retreat and return, retirada y retorno, para describir el modo en que obras del género, como las Églogas de Virgilio, parten de una vida doméstica citadina hacia el campo, donde esperan encontrar valores más puros, buenos y cercanos a la divinidad, con el objetivo de que el lector, al terminar la obra, regrese a su vida urbana habiendo destilado una lección valiosa de la imagen rural que se le presentó. Uno “se va” de la ciudad, sí, pero siempre con la intención de volver y compartir lo encontrado con los conciudadanos. Me pregunto si el lector crítico (que no es decir simple criticón, sino ejerciente de la crítica como disciplina) no habrá de hacer algo similar si es que quiere ser de utilidad para sus pares y toda persona incauta que decida, en algún momento, confiar en él.

A menudo me encuentro, en mi odisea cibernética por los diversos grupos de gente que se dice lectora, con dos bandos conocidos por todos. Por un lado están los lectores púberes, inexpertos o sencillamente zafios, esos de los que todo mundo se burla en las páginas de mayor alcurnia, los relativistas bobos que se escudan en la tolerancia para revolcarse en el fango y en el basurero. Pero también está el otro extremo: los insufribles híperespecialistas que no se dignan a leer nada si no viene recomendado por Bloom o Borges o algún otro dios padre; los mártires vigías de la torre de marfil quienes se precian de sólo tocar los clásicos, de no mancharse las vestiduras con la tinta baratucha de la plebe. Esos son casi igual de inútiles, porque no saben, ni les interesa saber, dónde están parados, cuál es su desafortunado lugar —seamos honestos— en el esquema global de las cosas.

Un lector de basura y un lector elitista están, los dos, condenados a la inacción, a la marginación, a la no-presencia en el foro más rico que ofrece la literatura —el de la discusión y la renovación acaloradas—, el uno porque lee géneros varados en la estulticia y el otro porque lee puros cadáveres, con todo y que sean exquisitos.

Creo yo que un verdadero lector crítico, sea que decida escribir tal crítica o no, se beneficia de llegar a un alto nivel de sofisticación, claro, e incluso quizá de especialización en sus áreas fuertes, pero siempre con la voluntad constante de retornar a la ciudad y compartir lo aprendido con sus conciudadanos de a pie. El reino idílico que nos presentan los clásicos autorizados y conocidos por todos es, por supuesto, hermoso, pero tan sólo una parte reducida de nuestra realidad en tanto que seres convivientes dentro de un entorno literario vasto, social y lleno de voces vivas. Todo lo cual es decir que, para saber quién es uno dentro del mundo y poder iluminar tal sitio un poco mejor para los demás, hay que leer a Milton y a Boccaccio, pero también al mal novelista que da clase en la facultad, a los chavitos que ganaron el concurso de la prepa y hasta a esa atribulada ralea que da vergüenzas varias en las revistas y los periódicos del país.

Hablando de lo cual…


V – Enseñando el cobre

En cabal cumplimiento de mi ars critica anterior, y también por chismoso, leí tanto el artículo de Heriberto Yépez sobre Christopher Domínguez Michael lanzado hace unos días como la respuesta que corrió en viceversa hoy mismo, al momento que escribo estos párrafos. Uno sabe que ha llegado cerca del epicentro de las letras nacionales cuando un tipo le escribe a otro, el otro le responde, y como resultado la mitad del timeline de tu facebook explota.

Ni mis amigos ni mis conocidos ni yo somos personas de derecha, de dinero, panistas o perredistas, permabecados por el FONCA y con compañeros de farras en la redacción de Letras Libres, así que por lo general nuestras opiniones suelen ir más del lado de Yépez que del de Michael en asuntos que conciernen a la apertura del canon y de los espacios literarios —que hasta donde distinguí era el lío primigenio del pleito—, pero eso es lo de menos, sobre todo considerando que, la mera verdad, no estoy familiarizado con la obra de Carrión y Papasquiaro, vanguardistas cuyos nombres ambos críticos, por turnos, esgrimieron y arrastraron por el lodo.

Lo que a mí me preocupa es que sólo nos podamos emocionar por esto. Que sólo nos agolpemos en el portón, excitados y ansiosos por escuchar las palabras de nuestros intelectuales, cuando sabemos que, por decir, “va a haber madrazos”. La polémica no es nada nuevo, pero al menos a mí, que soy joven, me sorprende la diferencia en la velocidad y el ritmo en que los lectores acuden a ver La Pelea en comparación con ejercicios críticos de menos lucimiento, como, por ejemplo, ¡el maldito artículo de Domínguez Michael que inició el problema en un primer lugar! ¿Alguien leyó ese? Porque si sí, no lo comentó. Paradójicamente Yépez, al quejarse de que Michael ejerce su poder de autócrata para querer anular a Carrión, terminó dándole a la opinión de su enemigo mucho más eco del que hubiera recibido de otro modo, y no porque el nombre Heriberto Yépez llame a las masas, sino porque La Pelea llama a las masas.

No nos hagamos, el 90% de quienes hoy leímos y comentamos y nos subimos al tren del mame (y me consta que hoy hubo cientos de personas que conocieron por primera vez tanto a Yépez como a Michael) no somos eruditos interesados en la apertura del canon a la posvanguardia y las modalidades más herméticas de la poesía conceptual, sino porque nos ganó el mismo, vil y zarrapastroso instinto por el cual nos quedamos viendo las peleas entre microbuseros o señoras en el metro.

¿No somos mejores que eso? Quizá no. Quizá la atracción por el madrazo y el insulto siempre va a ganarnos, y a lo mejor hasta es sano —ya saben, la catarsis y todo eso. Pero al menos hay algo que podemos hacer para cambiar la situación: leer más seguido; leer de todo. A lo mejor si los lectores son más vivos, más alerta e informados, los críticos aprenderían que sí se puede vivir bien y llamar la atención hablando de lo que, se supone, saben —de literatura—, y que no tienen que sacar las armas de la injuria viperina para ganarse adeptos y retweets en esta sociedad del espectáculo. Quién sabe, a lo mejor hasta tendríamos polémicas que fueran más allá del ad hominem elegante.

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