Nota: este ensayo es, quizá, demasiado largo. Por lo menos lo es bastante. Leer a discreción.
The
voices are dark in the golden glare, the music intricately blended, both somber
and joyful.
-Carson McCullers, “The Ballad of the Sad Café”
Hay géneros
artísticos que son casi por completo inseparables de la geografía; géneros que
expresan algo más que una inquietud formal hacia la música o la literatura,
algo parecido a ese espíritu comunitario que muchos aseguran une a las naciones
y los pueblos. Uno de estos géneros es aquella vertiente de música
eminentemente estadounidense llamada Americana, la cual cuenta con un
importante arsenal de variantes y mutaciones que han evolucionado a través de
los años, desde el folk más acérrimo y antiguo hasta subgéneros que lo fusionan
con rock, jazz, shoegaze y una miríada más de influencias externas. En todo
caso, lo que distingue a la Americana como género es ese ethos que ya se discierne desde su mismo nombre: la implicación
lírica y musical de que esta música no podía haber surgido en un punto
geográfico fuera de Norteamérica; y no cualquier Norteamérica, sino una muy
específica, como este ensayo busca exponer. Otra característica particular de
la Americana es que rechaza el sonido hiper-refinado y la comercialización
explícita del country más popular, buscando una exploración ecléctica y
experimental de las fronteras musicales que se pueden abarcar sin perder el influjo
del folclor norteamericano. Así, la Americana nació como un género
reaccionario, que o bien busca expandir nuestras nociones de lo que es la
música folk y country, o por el contrario se avoca a escudriñar el pasado en busca
de un sonido más ‘auténtico’, alejado de los estándares impuestos por cadenas
comerciales de radio y televisión. Es esta división entre Americana y el
llamado ‘country de supermercado’ lo que motiva el ensayo “Toby over Moby”, del
crítico y polemista Chuck Klosterman. En él se arguye que la superioridad de
este subgénero sobre el country comercial que suele percibirse en círculos periodísticos
es una quimera, ya que es el country comercial el que en realidad comprende y
expresa las preocupaciones de la vida simplista llevada por los habitantes
modernos de las porciones semi-rurales de E.U, mientras que la Americana y el
country alternativo en todas sus variantes sólo le incumben a intelectuales que
han creado un falso glamour acerca del folclor norteamericano: “[…] while alt
country tries to replicate a lost consciousness from the 1930s—modern country
artists validate the experience of living right here, right now” (Klosterman 180). Para el
ensayista, la competencia musical de ciertas bandas de country alternativo
sobre artistas comerciales como Garth Brooks o Toby Keith es irrelevante, ya
que sus obras no tienen un significado que se conecte de manera “genuina” a su
realidad (176). ¿Acaso la mimesis de una realidad mundana es el propósito del
arte, o de la Americana en específico?
Dentro
de la antología Bad Music, Aaron Fox acierta al intuir que el
country es un género cuya relevancia va más allá de lo artístico y se adentra
en los terrenos de lo étnico: “Country asserts cultural identity—an
increasingly, cultural difference” (43). Sin embargo, sus observaciones sólo
tocan al country comercial y a su reflejo de la cultura contemporánea conocida
como white trash y, si bien no lo
elogian como Klosterman, ignoran de nueva cuenta lo que otros tipos de música
norteamericana con raíces folclóricas pueden decir sobre la identidad cultural.
Tales consideraciones miméticas del arte parecen rebasadas ante el vasto campo
de la teoría intertextual desarrollada en el siglo XX. Tan sólo por citar un
ejemplo, si aplicamos el modelo de Roland Barthes al género de la Americana
encontramos que reflejar la vida de personas contemporáneas no es su deber,
puesto que ese esfuerzo por recuperar una conciencia musical auténtica —el cual
Klosterman desprecia— bien puede interpretarse como una constante apelación de
modo referencial hacia otros textos, o bien al imaginario popular. En otras
palabras, la Americana no tiene que expresar la cotidianeidad de personas
comunes y corrientes para decir algo valioso: en realidad su mera existencia ya
nos está alertando sobre modos en que artistas de nuestros tiempos experimentan
y entienden construcciones culturales alrededor de la vida sureña del pasado. Pensemos
en la existencia de subgéneros como el country gótico o el folk psicodélico,
los cuales mezclan una esencia norteamericana tradicional con estéticas
novedosas o nunca antes exploradas; ¿qué podemos inferir de ellos? ¿De dónde surge
la necesidad de su creación? Puede ser que sea en este punto cuando la
literatura entra en escena.
Como
arte compuesto casi por entero de discurso, la literatura cuenta con singular
fuerza a la hora de crear estereotipos y construcciones de identidad cultural. El
sur de los Estados Unidos ha sido un área geográfica con especial fertilidad en
este respecto durante los últimos cien años. Algunos comentaristas incluso van
hasta el extremo de entrelazar la cultura extratextual del sur con la
literaria, de nuevo apelando a la mimesis:
The abundance, in texts by Southern writers, of
references to the distorted, freakish, and absurd elements which seem to be
woven into the texture of everyday life are, as any Southerner can attest, not
mere stylistic devices but rather Aristotelian mimesis of the first water:
Southern life really is like that. (Castillo 486)
Mas cabe
preguntarse si dicha literatura (en concreto, Castillo se refiere al Southern
Gothic o gótico sureño) puede reflejar con fidelidad al sur contemporáneo
cuando sus mayores exponentes vivieron en un sur distinto —ese mismo sur de
hace medio siglo (o más) que la Americana trata de invocar o recuperar en
muchas ocasiones, para el enojo de Chuck Klosterman[1].
Es innegable que la literatura de mayor calibre que esta región geográfica ha
producido se dio de la mano de este subgénero, el gótico sureño, y en
consecuencia las mayores obras de éste hoy representan bastiones de
significación cultural que definen una idea
pre-establecida sobre el sur y las
regiones semi-rurales de E.U. De este modo llegamos a la noción de que no es lo
más adecuado juzgar a géneros como la Americana o el country gótico bajo la
lupa de la mimesis realista, sino que resulta más beneficioso tratar de
desenterrar el diálogo establecido entre ellos y la construcción literaria y
cultural puesta en el imaginario colectivo por el gótico sureño. Las
motivaciones y los ancestros del género no tienen por qué estar frente a sus
narices —pueden yacer detrás, en libreros que la crítica musical quizá tenga un
poco empolvados.
![]() |
William Faulkner |
Pero, al fin y al cabo, ¿en qué
consiste esta construcción cultural en la que me baso? Una definición de género
quizá ayude a establecer su carácter:
La literatura conocida
como gótico sureño adapta las convenciones del gótico tradicional al contexto
socioeconómico de la región antes explorada, y hace una denuncia del
conservadurismo y los conflictos raciales del sur, utilizando como herramienta
literaria favorita lo grotesco, es decir, esa combinación de lo cómico, en su
sentido más mórbido, con lo horroroso o lo insoportable. (Piñeiro 43)
A la noción de
conservadurismo y tensión racial de la que habla esta cita, Susan Castillo le
agrega los ejes temáticos de la muerte y la religión, las cuales a menudo son
inseparables (489). Así, tenemos que el gótico sureño es un tejido intrincado y
cuidadoso de abyección y monstruosidad construida a partir de las condiciones
sociales que los autores principales de la corriente —William Faulkner, Carson
McCullers y Flannery O’Connor entre otros— percibían como propiedades
semi-ocultas de su región. Más en concreto, y acotando hacia nuestro tema, este
mosaico temático en que se basa el gótico sureño puede ser visto como una gran
fuente para el abrevado de varias obras de Americana y country gótico en cuanto
éstas también giran en torno a la muerte, la religión, la locura, el
aislamiento y la monstruosidad. Incluso puede notarse una afinidad entre las
descripciones temáticas del gótico sureño citadas arriba, y algunas que hablan
de exponents destacados de Americana, como David Eugene Edwards: “His music
inhabits the darkest corners of the American backwoods, places where shots from
the Civil War and the Western frontier still echo, where it's miles to help in
any direction” (Tangari,
“Folklore”).
A pesar de la breve referencia al
método de Roland Barthes hecha unos párrafos arriba, el enfoque que he elegido
para explorar lo que considero coincidencias de género es el de Gerard Genette.
Esto es por su mayor sistematicidad y apego a un cierto estructuralismo, lo
cual resulta muy útil cuando se busca clasificar fenómenos de forma taxonómica,
no abrir el texto por completo a la manera de Barthes. A saber, hay dos
conceptos dentro de la teoría de Genette que me resultan de especial utilidad:
el architexto y el paratexto. A grandes rasgos, el primero es entendido como la
acumulación de expectativas del lector o escucha sobre la obra en términos de
género, modo y tema (Allen 99),
mientras que el segundo se construye a partir de toda la periferia que rodea al
cuerpo propio de la obra: “The paratext, as Genette explains, marks those
elements which lie on the threshold of the text and which help to direct and control
the reception of a text by its readers” (103). Entre estos elementos podemos
contar reseñas, portadas, prólogos, etcétera —pero Genette no sólo los junta y
pega de manera indiscriminada. El paratexto se divide en dos subcategorías,
peritexto y epitexto, que pueden entenderse como la parte interna y la parte
externa del umbral. El peritexto contiene los elementos limítrofes que están
puestos allí por el autor (prefacios, títulos de capítulo, notas al pie),
mientras que el epitexto sale por completo de mundo diegético, estando formado
por elementos que hablan sobre la obra, pero no la complementan ni forman parte
de ella en un sentido estricto (reseñas, entrevistas, publicidad)[2]. Hay un punto más
a considerar: “Genette warns his readers, the five types of transtextuality, of
which architextuality is one, are not ‘separate and absolute categories […]” (103). Esto es decir que la pertenencia de un elemento
concreto a algún nivel del paratexto no implica que éste no pueda también estar
contribuyendo a nuestra noción del architexto (basta con remitirnos a todos
esos libros que llevan las palabras ‘A Novel’ en la portada). De este modo,
llegamos a un modelo de interpretación parecido en términos gráficos al de una
célula, en la que el citoplasma central es el texto en sí —donde, además de su
grado de voz propia, residen los tres niveles de transtextualidad que no tocará
este ensayo—, mientras que la membrana es el paratexto en sus dos niveles.
Tanto lo central como lo periférico tienen cualidades relevantes para el
architexto.
Así pues, comenzaré por apuntar
ciertos fenómenos que ocurren al nivel del citoplasma, que en el caso de la
Americana es decir el nivel de letra y música. La comparación lírica es quizá
el punto más sencillo de este estudio, o al menos el más directo, ya que
funciona de escritura a escritura. Por lo mismo, identificar los semas y
símbolos comunes, así como el tratamiento que se les da, es a menudo tan llano
como notar la presencia de palabras clave. Por ejemplo, tomemos uno de los ejes
temáticos establecidos con anterioridad, la religión. Veamos cómo se trata en
un texto representativo del gótico sureño:
Se quedó horrorizado,
juzgándose a sí mismo con la minuciosidad de Dios, mientras que la acción de
misericordia cubría su orgullo como una llama y lo consumía. Nunca
anteriormente se había considerado un gran pecador, pero ahora vio que su
verdadera depravación le había sido ocultada para no desesperarlo. (O’Connor, “El negro artificial”
37)
La canción que
he elegido como contraparte —“Dead Run”, de 16 Horsepower—no tiene un lenguaje
tan expansivo, al estar regida por líneas rítmicas y melódicas, pero es
imposible ignorar la similitud en la concepción de la religión como algo
ambivalente, con el poder de condenar a alguien por siempre:
![]() |
David Eugene Edwards |
The Devil’s brand is on my bones
An’ from inside the Holy Ghost groans
Sure as shootin’ the undertaker knows
He lays the headstones in endless rows
Ye one an’ all we croak like a raven
It’s the dead an’ the dyin’ we’re cravin’ (Edwards, “Dead Run”)
Pareciera que a
menudo, tanto en la Americana como en el gótico sureño, pensar en Dios no es
pensar en un salvador misericordioso, sino en un muy posible celador o verdugo.
Esto va de la mano de una noción del hombre como figura ambivalente, hecho y
vigilado por Dios, pero muchas veces conducido sin remedio a la perdición del
pecado. O en palabras de la autora de las líneas literarias citadas arriba, “I
think it is safe to say that while the South is hardly Christ-centered, it is
most certainly Christ-haunted” (O’Connor, “Some Aspects of the Grotesque…”). En
adición, Dios no solo es visto con temor, sino con un cierto rencor por haber
creado al hombre dentro de un universo donde el sufrimiento es el pan de cada día.
Primero
la prosa del gótico sureño: “God made me. I did not said to God to made me in
the country. If He can make the train, why cant He make them all in the town
because flour and sugar and coffee” (Faulkner 66). Y luego veamos la relativa reformulación en una
obra de Americana: “I am here, right here / Where God puts non asunder / And
you, in black dress and black shoes / you do invite me under” (Oldham, “Death to Everyone”). Es claro que ambos géneros toman inspiración de la
esencia terrorífica propia de aquellas religiones que incluyen a la condenación
eterna como uno de sus preceptos. Todo esto se vuelve aún más redondo cuando
consideramos que el tono arcaico usado en el lenguaje de muchas letras de
Americana muchas veces deviene en expresiones cuasi-bíblicas, como el “God puts
non asunder” de Will Oldham o la repetición constante de “Boy, you reap what
you sow” en otra canción de 16 Horsepower (Edwards, “Heel on the Shovel”).
Otra área de coincidencia verbal
entre los géneros es la construcción del espacio tangible, ese small-town America, y del comportamiento
de sus habitantes. Y es que para el gótico sureño y su estética el espacio es
de un simbolismo irredento; pensemos en la primera oración de “The Ballad of
the Sad Café”, de Carson McCullers,
“The town itself is dreary” (197), la cual ya prefigura el dolor que vendrá en
la historia:
En este sentido, la
construcción del espacio en la novela también recurre a las convenciones de lo
que se ha dado en llamar small-town
America: la representación del pequeño pueblo americano, con su calle
principal como un símbolo de la colectividad organizada en torno a un centro
cívico y moral […] Pero, siguiendo la lógica de lo grotesco/carnavalesco en la
novela, hay una inversión del ideal del small-town
America, y el pequeño pueblo americano se convierte en el espacio de la
sofocación, el aniquilamiento y la locura. (Piñeiro 49)
Así, los pueblos
en el gótico sureño no son lugares de encanto bucólico, sino de opresión y
anonimato; lugares cuyo aislamiento es fuente de pesar para los personajes o de
reflexión para el narrador: “Otherwise the town is lonesome, sad, and like a
place that is far off and estranged from all other places in the world”
(McCullers 197)[3]. La opresión de una
sociedad poco sofisticada, y además perdida en medio de un vacío, también es
perceptible en algunas obras de Americana o country gótico:
Yeah he had drag us all over these Americas
From Buenos Aires up to Billings, Montana
Today we’re in the southern states of America
Somewhere, somewhere, working in some iron cave
(Munly, “The Fabulous
History of the Churchill Falls Barrel Races”)
Aquí, Jay Munly
destaca la naturaleza aislada del pequeño pueblo sureño al negarle su identidad
mediante el vocablo “somewhere”, esto en contraste a Buenos Aires o Billings, y
además otorgarle las connotaciones opresivas del trabajo rudo y no deseado (“he
had drag us…”) en un ambiente oscuro y rígido como son las minas. Otro ejemplo,
quizá más complejo y ambivalente, se localiza en la obra de Mark Kozelek, la
cual cuenta con la particularidad de haber adoptado ciertas estrategias de la
Americana sureña para explorar su propia identidad cultural —la de un estado
norteño, Ohio:
Riding back
To where the highway met
Dead end tracks
The ground is now cement and glass
And far away (Kozelek, “Carry Me Ohio”)
Como ya dijimos,
aquí la construcción del espacio no es tan unívoca como en Munly, siendo que
retiene algo del encanto bucólico que normalmente se asocia con la vida en los
pequeños pueblos. Sin embargo, aunque Kozelek parezca esforzarse por hacer
sonar a Ohio como un lugar bello, el pequeño detalle de las vías de tren que no
van a ningún lado introduce sin remedio en su retrato paisajístico al tema de
la inmovilidad y el aislamiento cultural, incluso ya con tonos de decadencia y
abandono, recordando a célebres intervenciones del espacio en el gótico sureño
como el casi interminable camino a Jefferson que forma la espina dorsal de As I Lay Dying, lleno de curvas en falso
y puentes que no resisten el embate de la lluvia; o bien la estación de tren en
“El negro artificial”, la cual recibe tan poco uso que, para viajar, el Sr.
Head debe sobornar al vendedor de boletos para que el conductor del tren acepte
parar a recogerlo (O’Connor 13). Kozelek no se conforma con representar a Ohio
de una manera impresionista, sino que le da características éticas y patrones
de comportamiento a lo largo de su obra, los cuales a menudo se corresponden
con algunos clichés sobre la vida en small-town
America. Tales tintes son demostrables en el personaje y entorno de
Carissa, protagonista de la canción que lleva el mismo nombre dentro del álbum Benji. Con encomiable poder de síntesis,
Kozelek describe a Carissa (quien fue su prima en la vida real) como una chica
que se embaraza demasiado joven, así como Dewey Dell en As I Lay Dying, y de quien él no vuelve a saber nada hasta que ella
muere en un accidente grotesco y absurdo con una lata de aerosol a los 35 años.
Pero eso no es todo: Kozelek relata en la canción que esta no es la primera vez
que dicho accidente absurdo pasa en la rama de su familia que se quedó en Ohio,
dándole a este sitio connotaciones de condenación y humor negro, las cuales son
acentuadas por el tópico, repetido a lo largo del álbum, de que él sólo regresa
a su lugar natal para enterrar a los que van muriendo:
Oh, Carissa when I first saw you, you were a
lovely child
And the last time I saw you, you were 15 and
pregnant and running wild
I remember wondering could there be a light at
the end of your tunnel
But I left Ohio then and had pretty much
forgotten all about you
I guess you were there some years ago at a
family funeral
But you were one of so many relatives I didn't
know which one was you
Yesterday morning I woke up to so many 330 area
code calls
I called my mom back and she was in tears and
asked had I spoke to my father
Carissa burned to death last night in a freak accident
fire
In her yard in Brewster, her daughter came home
from a party and found her
Same way as my uncle, who was her grandfather
An aerosol can blew up in the trash, goddamn,
what were the odds? (Kozelek,
“Carissa”)
Pasando a los arreglos musicales, la comparación se
hace un tanto más difícil e indirecta, ya que no va de escritura a escritura.
No hay mucho que se pueda deducir de la vertiente técnica de las canciones de
Americana que pueda conectarse con el gótico sureño, más allá de que la
prevalencia de acordes tradicionales de blues y country indica un intento de
renacimiento de lo antiguo —pero ello nada nos dice de la construcción
literaria architextual llevada a cabo por los escritores que hemos explorado
hasta ahora. Y es que aquí la interacción entre gótico sureño y Americana está
más en lo atmosférico y tonal que en las notas de la partitura. A veces se
encuentra incluso en la misma elección de instrumentos, ¿o es que alguien puede
escuchar un banjo sin conectarlo inmediatamente a una geografía específica?
Pero un banjo por sí solo no es capaz de evocar una tradición literaria;
necesita la ayuda de otros instrumentos, así como de ciertos trucos de estudio.
Consideremos una de las canciones más parsimoniosas dentro del catálogo de 16
Horsepower: “Wayfaring Stranger”, del álbum Secret
South. Aunque a primera escucha es temáticamente muy similar a otros cortes
de su discografía, como “Hutterite Mile”—ambas haciendo la conexión entre la
religión y un largo peregrinaje de dolor—, es una de las diferencias que hay
entre ellas la que puede ayudarnos a pensar con mayor claridad en su
significación. En concreto, “Wayfaring Stranger” no fue compuesta por David
Eugene Edwards —es una canción de folclor tradicional, cuyo origen puede
vislumbrarse hasta los albores del siglo XIX para luego perderse en la noche de
los tiempos. Al apelar de manera directa a la tradición de la música espiritual
sureña, Edwards acentúa la conexión entre sus canciones propias y la genealogía
folclórica del dominio público, una genealogía de cantautores anónimos cual aquellos
pueblos de donde salieron. En términos musicales, el “Wayfaring Stranger” de 16
Horsepower es más bien discreto, reflejando las raíces humildes y oscuras de la
canción —por la mayor parte es la voz de Edwards acompañada de banjo y
guitarra. Aquí entran los arreglos de estudio: los primeros cincuenta segundos
de la canción están grabados en baja fidelidad y con el volumen reducido, en un
evidente intento de imitar la granulosidad de un fonógrafo. Después tenemos
alrededor de veinte segundos de drone, que
es decir una combinación de ruido blanco y notas instrumentales aisladas, para
pasar a la tercera sección de la canción: una repetición de la letra que ya
oímos al principio, pero esta vez grabada en una calidad de sonido
contemporánea, tal como si el pasaje de drone
hubiera servido como puente temporal para conectar a Edwards con el folclor
ancestral de los spirituals sureños,
parte medular de la identidad cultural de la región —“From the Colonial period
and into the early twentieth century, religiously inspired songs and rituals
were the most widespread popular music forms in the South” (White 186)— y de su representación
literaria dentro del gótico sureño:
![]() |
Carson McCullers |
The music will swell until at last it seems
that the sound does not come from the twelve men on the gang, but from the
earth itself, or the wide sky. It is music that causes the heart to broaden and
the listener to grow cold with ecstasy and fright. (McCullers 253)
Por si esto no
fuera suficiente, nos encontramos con que las últimas notas de banjo que nos
ofrece “Wayfaring Stranger” reflejan perfectamente en términos de figura
rítmica las del inicio de la siguiente pista del álbum, “Cinder Alley”, esta
vez ya una composición propia de Edwards. Si hemos de citar otra conexión entre
las estéticas de ambos géneros, puede ser que el álbum indicado sea I See a Darkness, de Will Oldham bajo el
seudónimo Bonnie ‘Prince’ Billy. En específico me refiero a cortes como
“Nomadic Reverie (All Around)” o “Another Day Full of Dread”, en las que la voz
de Oldham está grabada en varias pistas y es sobrepuesta sobre la canción en
diferentes tonos, texturas y cuadraturas. Esto crea un juego armónico en el
cual parece que hay alguien, o algo, escondido en los recovecos de la canción,
siguiendo la melodía por debajo de la superficie. Tal noción del ‘alguien
oculto’ en I See a Darkness es de
importancia cuando consideramos que éste es un álbum conceptual sobre la
depresión y la paranoia:
And you know I have a drive
To live I won't let go
But can you see its opposition
Comes a-rising up sometimes?
That its dreadful
imposition
comes blacking
in my mind? (Oldham, “I See a Darkness”)
No es difícil
reconocer que dichos temas aparecen de maneras tanto explícitas como simbólicas
en el gótico sureño: pensemos en Miss Amelia en “The Ballad of the Sad Café”,
destrozada por el abandono de su amado Lymon y tan aterrada de la maldad del
mundo que decide tapiar las puertas de su casa; o bien en el célebre cuento A Rose for Emily, de Faulkner, donde la
decrepitud emocional de la protagonista la lleva también a la vida del recluso
y el paria.
Ahora nos movemos hacia la membrana
del modelo semi-celular que habíamos establecido antes. Observar el paratexto
de la Americana y sus géneros cercanos es, a menudo, encontrarse con
recreaciones gráficas, incluso vivientes, de la idea literaria preestablecida
sobre small-town America y sus
habitantes. Nos concentraremos en el peritexto por su mayor cercanía al arte en
sí, esto a comparación de las fotografías, videos y reseñas que componen el
epitexto. Para empezar, los títulos de canciones y álbumes suelen ser fuertes
en sus connotaciones geográficas y culturales, muchas veces haciendo referencia
a regiones, pueblos o imágenes icónicas de la vida rural o semi-rural. De
nuevo, la obra de David Eugene Edwards y su banda 16 Horsepower resulta
marcadamente ilustrativa, con títulos de álbum como el coloquial e idiomático Sackloth n’ Ashes o los
auto-explicativos Secret South y Folklore, además de canciones que van de
lo mundano (“Heel on the Shovel”, “Coal Black Horses”) a la espiritualidad más
recalcitrante (“Brimstone Rock”, “Sac of Religion”, “Burning Bush”), cubriendo
ambos extremos de la vida como es percibida en el gótico sureño. Al momento de
la escritura de este ensayo hace menos de dos meses que Edwards y su nueva banda,
Wovenhand, presentaron su último material discográfico, Refractory Obdurate, el cual incluye temas de una religiosidad tan
fuerte y bíblica como “Good Shepherd”, “Salome” y “King David”, los cuales, por
si fuera poco, están posicionados de manera consecutiva en el álbum. Por otro
lado, la cantautora Lucinda Williams contribuye con títulos como el nostálgico Sweet Old World o el impresionista Car Wheels on a Gravel Road (por el cual
Klosterman se burla de ella en el ensayo del que hablamos unas páginas arriba,
por cierto). Asimismo, las canciones de Jay Munly suelen estar recubiertas de
un tinte regional cotidiano y arcaizado, como ejemplifican “Cattle, I Will
Hang” o “The Fabulous History of the Churchill Falls Barrel Races”. Los títulos
en la obra de Mark Kozelek no suelen ser tan ricos en significado, esto en
parte debido a su gusto por utilizar nombres propios, pero sí nos regala en Ghosts of the Great Highway uno que
combina los semas del peregrinaje y la muerte. Un pionero de la fusión entre el
rock y el espíritu folclórico del sur, John Mellencamp, ofrece cortes como
“Rain on the Scarecrow” o “Small Town”.
Pasando a la parte visual del
peritexto, tenemos que las portadas de muchos de los álbumes mencionados (o al
menos usados) conducen la percepción del escucha hacia temas prevalentes de la
literatura sureña, como la antigüedad, el folclor, la naturaleza, y hasta la
muerte. En este punto las imágenes hablan mejor; comencemos por aquellas
portadas que tratan de dar una sensación de antigüedad, esto quizás en aras de
conectar al álbum que enmarcan con una tradición ancestral:
La primera
figura, Sackloth n’ Ashes, de 16
Horsepower, muestra una fotografía antigua de una escena que pertenece con
claridad a la vida de los granjeros blancos del sur. El marco texturizado y en colores sepia,
junto con la tipografía manuscrita remarcan los semas arcaicos. El segundo
ejemplo es Master and Everyone, de
Bonnie ‘Prince’ Billy, en cuya portada tenemos una fotografía del cantautor en
una actitud meditabunda —por supuesto, ésta va en tonos sepia, los cuales se
conjuntan a la perfección con el estilo decimonónico en el vello facial de
Oldham para hacer recordar la época antebellum
de la región sureña. Mientras tanto, Jay Munly recubre su Jimmy Carter Syndrome con representaciones del duro trabajo en una
mina, quizá aquella que describe en “The Fabulous History of the Churchill
Falls Barrel Races”. De nuevo, todo está presentado en tonos sepia, mezclados
esta vez con un negro que podría estar jugando a ser el tizne de los mineros.
Pasemos al tema de la naturaleza y el paisaje:
El ya mencionado
álbum de Lucinda Williams, Car Wheels on
a Gravel Road, complementa su título con una imagen que presenta justo eso —en
contraste con el country comercial, aquí la artista no aparece en la portada,
cediendo su protagonismo a los temas, que en este caso son descriptivos,
contando el disco con pistas que llevan nombre geográfico, como “Lake Charles”
O “Greenville”. En la figura 5 vemos la portada de Benji, último álbum de Mark Kozelek y su banda Sun Kil Moon; no
sólo tenemos ante nosotros un paisaje, sino que la falta de enfoque en la
fotografía da una impresión de velocidad, figurando de manera efectiva el tema
del viaje hacia y desde Ohio, tocado en una multitud de momentos dentro del
disco. En contraste, la portada de Secret
South no toma una perspectiva paisajística y bucólica de la naturaleza que
rodea a las regiones semi-rurales, sino que la reduce al pequeño y ponzoñoso
representante que vemos allí, y cuya elección va de la mano con la violencia
animal de algunos cortes en el álbum, en concreto “Cinder Alley”: “I see the
heel of the father / Crush the head of the serpent for you / An' that beast who
found / His way up to your room / You know the one, the one / Who's colors are
never true / Yeah you do” (Edwards, “Cinder Alley”). Por último, tenemos al
tema más oscuro de todos —la muerte:
La figura 7
muestra la portada de I See a Darkness,
aquel álbum de Bonnie ‘Prince’ Billy sobre la depresión y la paranoia. En su
simple imagen, podría bien estar señalando hacia aquel miedo y aprehensión a la
vida como un todo que el narrador de la canción “I See a Darkness” confesó
sentir unas páginas arriba, mientras que también es notoria la aparente
superposición de una especie de piel blanca sobre la calavera, fortaleciendo la
interpretación del ‘alguien oculto’ que mencionamos antes; en adición, el fondo
negro resuena con la canción “Black”, la cual está escrita como una carta
directa a la depresión misma. La última figura, Ghosts of the Great Highway, primer disco de Kozelek con Sun Kil
Moon[4],
nos presenta un valioso ejemplo, ya que no sólo nos enfrenta con el tema de la
mortalidad, encarnado en las alas que lleva el niño retratado, sino que retoma
los tonos sepia que marcan al tema de la antigüedad. Ambos temas son tocados a
plenitud dentro del disco, el cual funciona a grandes rasgos como un álbum
concepto sobre boxeadores que murieron antes de tiempo; algunos de ellos durante
épocas que en términos de cultura pop son casi inmemoriales, como la década de 1920.
Este caso demuestra que los temas son entidades más bien porosas, que deben
negociarse para cada obra, pero en general no es fácil ignorar la repetición de
algunas formas de significación dentro del género, las cuales, no es
casualidad, coinciden con el bagaje temático del gótico sureño.
Así, tenemos que la Americana y sus subgéneros
afines, como el country gótico o el alt country, no tienen por qué ser medidos
con un rasero al cual es razonable pensar que jamás trataron de satisfacer: la
mimesis. No tenemos en ellos a géneros musicales que busquen la representación fiel
de su sociedad contemporánea, sino que su cualidad intrínseca como reacciones
ante la comercialización y la falta de intelecto dentro de las ramas más
populares de country los lleva a beber de otros estanques —en concreto, los
estanques de la vida tal y como fue comprendida (y maquillada) por los autores
del llamado gótico sureño. Antes de cerrar, queda un aspecto pendiente: el
enfoque de este trabajo. Cuando concebí la idea para este proyecto, lo pensé
como un análisis específico sobre el LP Benji,
de Sun Kil Moon, debido a que sus desarrolladas cualidades narrativas inspiran
con fuerza a pensar en él como un trabajo literario, que merece un puesto
dentro de tal tradición. Pero mientras más lo pensaba, más injusto me parecía
destacar un álbum de entre muchos que entregan instancias similares de
interacción entre medios, si bien pocos lo hacen con la vena cuasi-novelística
del opus compuesto por Kozelek. Esta sensación se acentuó en mí todavía más al
observar la notable falta de bibliografía académica sobre estos subgéneros.
Vaya, al contrario de lo que piensa Klosterman, parece ser que se escribe más
acerca del infame ‘country de supermercado’ que de estos compositores de
Americana, quienes se han levantado contra él. Al menos ese es el caso dentro de
los círculos que van más allá de la crítica musical que se da en revistas o
blogs populares, los cuales sí son especializados, pero pocas veces analíticos
en un sentido estricto y detallado. De este modo, quede esta investigación no
sólo como una somera postal panorámica sobre un fenómeno que ocurre en una
multitud de casos a lo largo y ancho de la escena musical identificable con
este género, y el cual quizá pueda ser explorado de manera más específica en el
futuro, sino como una vindicación personal y necesaria hacia un grupo de
artistas que han rechazado los estándares contemporáneos de creación y buscado
otro camino —uno menos alumbrado y quizá más peligroso, pero que encuentra
justificación ante la singular y grotesca luz de las letras sureñas.
Bibliografía:
Allen, Graham. Intertextuality. Nueva York: Routledge,
2010.
Castillo, Susan. “Flannery O’Connor”
en A Companion to the Literature and
Culture of the American South. Richard Gray y Owen Robinson (eds.). Nueva
York: Routledge, 2004.
Edwards, David Eugene. “Dead Run”.
Letras. Low Estate. A&M, 1997.
____________________. “Heel on the Shovel”. Letras. Sackloth n’ Ashes. A&M, 1996.
____________________. “Cinder Alley”. Letras. Secret South. Glitterhouse, 2000.
Faulkner, William. As I Lay Dying. Nueva York: Vintage
International, 1990.
Fox, Aaron A. “White Trash
Alchemies of the Abject Sublime: Country as Bad Music” en Bad Music: the Music We Love to Hate. Christopher Washburne y
Maiken Derno (eds.). Nueva York: Routledge, 2004.
Klosterman, Chuck. “Toby over Moby” en Sex, Drugs, and Cocoa Puffs. Nueva York: Scribner, 2004.
Kozelek, Mark. “Carissa”. Letras. Benji. Caldo Verde, 2014.
____________. “Carry Me Ohio”. Letras. Ghosts of the Great Highway. Jetset, 2003.
McCullers, Carson. “The Ballad of the
Sad Café” en Collected Stories of Carson
McCullers. Boston: Houghton Mifflin, 1987.
Munly, Jay. “The Fabulous History
of the Churchill Falls Barrel Races”. Letras. Smooch, 2002.
O’Connor, Flannery. “El negro artificial” en El negro artificial y otros escritos. Ciudad de México: Editorial
JUS, 2005.
________________. “Some Aspects of the Grotesque in Southern Fiction”. University of Texas at Austin. Web.
14-May-2014.
Oldham, Will. “Death to Everyone”.
Letras. I See a Darkness. Palace,
2000.
___________. “I See a
Darkness”. Letras. I See a Darkness.
Palace, 2000.
Piñeiro, Aurora. “Carson McCullers: una escritura bajo la
luz del relámpago” en Transgótico: de la
literatura al cine. Ciudad de México: LITPOP, 2009.
Tangari, Joe. “Folklore”. Pitchfork. 08-Oct-2002. Web.
17-May-2014.
White, John. “Southern Music” en A Companion to the Literature and Culture of the American South.
Richard Gray y Owen Robinson (eds.). Nueva York: Routledge, 2004.
[1]
Es importante resaltar que el gótico sureño tampoco buscaba ser mimético en el
momento de su apogeo, como apunta Flannery O’Connor: “I am always having it
pointed out to me that life in Georgia is not at all the way I picture it, that
escaped criminals do not roam the roads exterminating families, nor Bible
salesmen prowl about looking for girls with wooden legs” (“Some Aspects of the
Grotesque in Southern Fiction”). Esto
es irrelevante: el mundo tangible sirve para ejemplificar y substraer aspectos
de un mundo invisible que los novelistas perciben bajo la superficie.
[2] Cabe resaltar que tales partes
del epitexto pueden estar dentro del libro como objeto o no. Pueden simplemente
existir debido al conocimiento externo del lector.
[3] De hecho, también las otras dos
obras literarias que han nutrido este ensayo —As I Lay Dying, de William
Fauklner, y “El negro artificial”, de Flannery O’Connor— tienen instancias que
dejan ver este tópico. En la novela de Faulkner éste está presente en la
subtrama de Vardaman y Dewey Dell, obsesionados con ir al pueblo “grande” de
Jefferson para poder ver tiendas y comer algo distinto: “Just going to town. Bent
on it. They would risk the fire and the earth and the water and all just to eat
a sack of bananas” (140). El
cuento de O’Connor, por su parte, tiene al aislamiento del pequeño pueblo como
uno de sus temas principales, por lo que permea toda la historia, aunque hay
pasajes que lo hacen especialmente evidente: “—¿Me has visto alguna vez
perdido? —preguntó el señor Head. […] —Aquí no hay ningún sitio dónde
perderse.” (11)
[4] Antes
tuvo otra banda, Red House Painters, cuyo estilo iba más por el camino del
llamado slowcore (subgénero del rock cuyo objetivo, podría decirse, es tocar lo
más lento que se pueda sin perder la atención del público).
No hay comentarios:
Publicar un comentario